Otro nieto, otro crimen: el Estrangulador de Coyoacán
-Soy Carlos. Vengo a matarte.
Así se anunció aquel muchacho de 21 años en la alcoba de su abuela, No se llamaba Carlos, sino Jaime, Jaime Antonio Huerdo. Después explicaría que su abuela lo llamaba “Carlos” porque “no le gustaba su nombre”. Era uno de los muchos agravios y malos gestos que aquel joven llevaba años acumulando, o al menos le dijo eso a los reporteros de la fuente policiaca, cuando narró cómo, para escándalo del México de 1971, ahorcó a aquella anciana, y, luego, por si lo había escuchado, mató de igual manera a una jovencita de 15 años que tenía poco de haber entrado a trabajar a aquel hogar.
Histriónico, Jaime Antonio posó -para regocijo de los fotógrafos de la fuente- para mostrar la forma en que había ahorcado a Gracia Cuéllar de Huerdo, su abuela, que vivía en el número 90 de la calle Presidente Carranza. A las pocas horas de aquel encuentro con la prensa, la ciudad entera ya lo conocía como “El Estrangulador de Coyoacán”.
Eran tiempos muy difíciles para ser joven en México: una prensa sujeta a las presiones del poder, se daba vuelo criminalizando a la juventud. A nadie se le olvidaba la brutal violencia de lo que ya se llamaba “El Halconazo”, el ataque y la represión del Jueves de Corpus a una manifestación estudiantil. A nadie se le olvidaba cómo el Festival Rock y Ruedas en el poblado mexiquense de Avándaro había sido cronicado por buena parte de los periódicos como una jornada de violencia, libertinaje sexual y drogadicción.
Ese espíritu de criminalización no se había desvanecido en noviembre de 1971. Cuando la policía capturó, en Guadalajara, a Jaime Antonio Huerdo, los reporteros de nota roja aprovecharon sus confesiones: era adicto a diversas drogas, y para “darse valor” para matar a su aborrecida abuela, “se atizó”, es decir, fumó al menos un cigarro de marihuana.
En fin, que el Estrangulador de Coyoacán entró en aquella misma marejada que se quejaba y atacaba a aquella juventud desorientada, equivocada, degenerada, de la que había tantos en el país. Con decir que, por esos días, circuló una nota periodística que aseguraba que los jóvenes hippies, debido a sus hábitos de vida, podían generar hepatitis y contagiar a todo aquel que se les acercara.
UN MUCHACHO ATORMENTADO
Jaime Antonio, según confesión propia, sí consumía drogas. En aquella larga comparecencia ante la prensa, empezó a quejarse, a echar fuera la gran cantidad de rencores y malos ratos que había experimentado en sus 21 años, y que atribuía, en gran parte, a la abuela que había asesinado.
La capital estaba conmocionada desde el primer día de noviembre: el Día de Muertos llegaba con la noticia del hallazgo de dos cadáveres en la casa de Presidente Carranza. Una mujer mayor, ahorcada con extrema violencia en su lecho. En la habitación de servicio, la muchachita de quince años, asesinada de la misma forma.
Cuando la policía anunció que el responsable había sido detenido en Guadalajara el día 2 de noviembre, la madeja de aquella oscura historia empezó a desenredarse. Mucho odio, muchas tensiones y agravios familiares estaban detrás del doble asesinato.
Localizado en un hotel de segunda, cerca de la Central Camionera de Guadalajara, Jaime Antonio no estaba solo, y acaso por esa razón no opuso resistencia. Lo acompañaba una muchacha de su misma edad, María Luisa Hernández, su esposa. Se habían casado la semana anterior. Naturalmente, la chica fue interrogada a los periódicos les pareció nota importante hacer notar que María Luisa pertenecía también a la juventud descarriada, pues declaró que también consumía drogas diversas.
Al revisar las maletas de aquella pareja, la policía encontró dos abrigos, una estola de mink, figuras de porcelana, 2 máquinas sumadoras, una máquina de escribir, un radiotransocéanico, 2 relojes, una esclava con el nombre de Gracia, joyas diversas.
Avanzaron las indagaciones. Los muchachos habían vendido algunas cosas sacadas de la casa de la abuela, para tener manera de escapar de la ciudad de México. Fue María Luisa quien vendió centenarios y monedas olímpicas, y que por ellas obtuvo una suma bastante considerable, 20 mil pesos. Habían huido en el auto de la abuela, que pudieron sacar de la casa de Coyoacán porque, por instrucciones de la anciana, el auto siempre tenía las llaves puestas. Jaime Antonio logró venderlo en 5 mil pesos, sin las placas de circulación.
EL ASESINATO
La noche del 31 de octubre, Jaime saltó la reja del jardín. Unas llaves pegadas a la cerradura de la casa de la abuela le permitieron penetrar. No había dudas. De inmediato se dirigió al primer piso, donde dormía su abuela Gracia.
Pero la anciana despertó. Para la tormenta que bullía en el alma del muchacho, aquella circunstancia se volvió una oportunidad de oro: la abuela sabría que iba a morir y quién sería su asesino.
-Soy Carlos, vengo a matarte.
-¡No me mates! ¡Te doy lo que quieras! ¡Suéltame! ¡Suéltame!
La anciana gritó, intentó defenderse. Intentó golpear al muchacho, pero Jaime, joven y fuerte, la controló y le colocó en el cuello un mecate. Ciego de rabia, empezó a apretar, hasta que la abuela Gracia dejó de respirar. Dentro de su ira desbocada, Jaime entendió que, si estaban en casa las sirvientas, seguramente habrían escuchado gritar a la abuela. Su razonamiento fue sencillo: no podía dejar testigos. Ellas también iban a morir.
Se movió al cuarto de servicio. Solamente estaba la jovencita María Luisa Sánchez, quien también intentó escapar del ataque de Jaime. Quiso engatusar a la muchacha; le pidió que le dejara colgarle del cuello “un mensaje parea su abuela”. María Luisa, que había escuchado los gritos, se negó a cooperar. Forcejearon. Jaime Antonio logró ponerle al cuello otro mecate. Sin vacilación también la ahorcó. Después el forense reportaría que a la muchachita la había asesinado con mayor fuerza que la aplicada con la abuela.
No, no pensaba robarse nada de la casa, dijo. Solamente es que odiaba a la abuela Gracia; la odiaba desde niño. Ella lo trataba mal, decía que no era su nieto. Incluso, le puso un apodo que Jaime detestaba con toda el alma: lo llamaba “El Tutifrutti”.
Todas esas deudas pendientes, se las cobró de golpe, con un mecate.
LA CONCIENCIA DEL CRIMEN, EL ESCAPE
En realidad, Jaime Antonio Huerdo pretendía cometer dos homicidios esa noche, pero las cosas no salieron como lo planeó. Desde luego, la víctima principal era la abuela Gracia, pero su otro objetivo era su tío Enrique, que vivía en la misma casa, y que no era querido por el resto de la familia, “porque no hacía nada”, sino administrar los bienes y la fortuna de la abuela, que se calculaban en seis o siete millones de pesos.
Finalmente, al recobrar un poco de calma, concluyó que debería llevarse algunas cosas para vender y poder escapar. Por eso procedió a llevarse lo que creyó sería más sencillo de vender, y, naturalmente, el auto.
Con aquella narración, los reporteros de nota roja tenían más que suficiente para publicar una nota impactante, pero siguieron preguntando. Así averiguaron que Jaime consumía, además de marihuana, LSD y se inyectaba morfina. Las adicciones del asesino se volvieron un titular destacado, y más cuando el asesino, excitado por su presentación ante la prensa, reveló que él había iniciado a su joven esposa en el consumo de drogas.
Locuaz, Jaime Antonio no podía parar de hablar. Volvió sobre las ofensas de su abuela. Ella aseguraba que el muchacho no era su nieto, que su hijo, Luis Huerdo Cuéllar, no era su verdadero padre.
¿Y el tío Enrique? Se había salvado porque se había ido de vacaciones a Acapulco con otros sobrinos. Jaime pensaba atormentarlo antes de matarlo, para que a nadie en la familia se le olvidara que él y sólo él había hecho pagar a la abuela y al tío, el desprecio que le tenían. Por todos aquellos años de insultos, aseguró, es que él “era un don nadie”, que nada bueno o importante había hecho en la vida, porque la familia le hacía menos, y por eso no había podido hacer estudios universitarios. Además, la abuela y el tío siempre hablaban mal de su madre, que vivía en Veracruz con cinco medio hermanos del muchacho.
Frases así encantaron a los reporteros sensacionalistas. Jaime Antonio era alto, fornido. La prensa lo retrató a la moda de la época: suéter cuello de tortuga, saco Mao, greña. Un joven descarriado, nada menos.
¿Qué había detonado esa ira, ese rencor acumulado? En Guadalajara, Jaime había peleado con un primo de su esposa. Mientras se calmaban los ánimos, ella sugirió que sería bueno un viaje a la capital. Pero todo el camino, el muchacho iba rumiando la mala suerte, los rencores, las ofensas de la familia paterna. Y la abuela, la abuela por encima de todo, siempre hablando mal de él, siempre minimizándolo, siempre despreciándolo.
Los reporteros lo describieron como exaltado, con los ojos brillantes, cuando narró el crimen. Les dijo que “se sentía liberado”.
La condena sería larga. Su esposa le declaró a los periódicos que lo esperaría, aunque le colgaran 40 años de prisión.
No hubo necesidad, porque a los pocos días, Jaime Antonio Huerdo logró escapar de la cárcel de Coyoacán. Se dijo que algún pariente había sobornado a los custodios. El joven descarriado desapareció, y nadie supo más de él.